Los crímenes de lesa humanidad son, afirma Hanna Arendt, un atentado a la pluralidad humana. Tales actos, como ningún otro, ponen en riesgo toda humanidad. Suponen formas límite de violencia que niegan las personas morales (etnía, individuo, divisiones posibles de múltiples formaciones sociales) y sus derechos a la existencia misma.
Durante el juicio realizado en los Tribunales Federales de la ciudad de Córdoba entre el 27 de mayo y el 24 de julio del año 2008 a ocho ex integrantes de las Fuerzas Armadas argentinas por el crimen perpetrado contra cuatro militantes del PRT (Hilda Flora Palacios, Humberto Horacio Brandalisis, Raúl Osvaldo Cardozo y Carlos Enrique Lajas), la imagen cruda de clausuras a la humanidad fue sentida, expresada y transmitida por cada uno de los testigos que pasaron por el Centro Clandestino de Detención La Perla. Por momentos, los detalles de los testigos en el juicio se tornaban inaudibles, eran difíciles de asimilar, de tolerar.
Era duro aceptar que esas situaciones extremas y crueles hubieran sucedido aquí, en esta ciudad, entre seres humanos que pudieron o pueden caminar uno junto al otro, que pueden compartir la vida en un barrio, el recorrido de un colectivo. Si bien la larga historia de “excesos” que plagan la historia política nos arman de esquemas donde lo extremo puede ser previsto, lo vivido por las víctimas individuales y lo sentido por la colectividad a través de los testimonios, hacen de la última dictadura un sinónimo de violencia insospechada.
A medida que pasaban los días, los relatos de los testigos frente a la experiencia concentracionaria dejaban claro que la aplicación de tormentos no se reducía –tanto por el nivel de crueldad y por las formas elegidas para inflingir dolor– apenas a un “método para obtener informaciones”.
Los crímenes de La Perla tenían, sin duda, otro objetivo: cada uno de los militares que cerraba su puño para pegar, que violaba a una mujer, que metía picana, que quemaba cuerpos de almas abatidas o que mantenían viva a una embarazada hasta el momento de parir, para luego robarle su hijo y asesinarla; no sólo se dejaba llevar por una patológica pulsión hacia la violenta.
Cada uno de esos actos contenía un plus, racionalizado. Con la destrucción de vidas individuales buscaban un sufrimiento extremo, colectivo, un asesinato de la persona social y moral antes que el de la persona física. Era el ejercicio sistemático de la crueldad como mensaje político. Eran creyentes… de un proyecto político, de un plan sistemático de aniquilación de “enemigos internos”. Venían entrenándose desde inicios de los 60: fueron los alumnos más brillantes u obsesivos de maestros franceses y norteamericanos que vendían el producto de sus fracasos en Argelia y en Vietnam.
El juicio no sólo llevó al castigo. Dejó también una posibilidad de aprendizaje. Los testimonios fueron registrados, podrán ser oídos e interpretados por futuras generaciones. Confirman que la experiencia concentracionaria de La Perla fue peor de lo que muchos cordobeses podían imaginar. De ahora en más el reflejo de la crueldad allí perpetrada podrá servir para demarcar los límites de tolerancia aceptable para un colectivo asentado en preceptos de libertad, igualdad y solidaridad. Este primer juicio por crímenes de lesa humanidad en Córdoba permite sacar conclusiones pero también generar nuevos interrogantes: ¿Los criminales fueron realmente castigados? ¿Existe algún tipo de justicia capaz de comprender y abarcar la crueldad a la que fueron sometidas las víctimas y toda la humanidad? ¿Cómo percibir y actuar frente a la posibilidad de que crímenes homólogos perduren, metamorfoseados, sobre la piel oscura de los dominados de siempre por delito de condición de clase o de filiación étnica?
Como enseña la antropología, para mirar cerca es preciso poder mirar lejos, en experiencias distantes y conceptos universales como los que propone Hanna Arendt. De forma total o parcial, se pueden reconocer crímenes de lesa humanidad en toda situación en las que, “al tornarlos superfluos, cosas, los hombres pierden su dignidad. Así, lo que las ideologías totalitarias pretenden es la transformación de la propia naturaleza humana”.
Ludmila da Silva Catela
Editorial publicada en Diario de la Memoria N° 2