Algo tiene que cambiar.

Quizá lo más destacado de la 14ª audiencia, es que por primera vez una víctima admite haber dado información de sus compañeros bajo los efectos de la tortura. Es Cecilia Suzzara, quien al cabo de tres días de aguantar las palizas, la mojarrita, la picana y los vejámenes, dio información sobre Silvina Parodi, la hija de Sonia Torres, militante de Abuelas de Plaza de Mayo Córdoba. Silvina estaba embarazada y fue detenida junto con su compañero Daniel Orozco. Suzzara había dado información falsa en los primeros interrogatorios, pero luego fue llevada personalmente al operativo y no pudo mentir. “No teníamos ni siquiera la posibilidad de administrar nuestra voluntad, porque siempre estábamos al borde de la muerte”, cuenta Suzzara, que estuvo detenida en La Perla desde el mismo día del golpe, el 24 de marzo del ’76, hasta abril del ’78, es decir, casi todo el tiempo que funcionó el peor “campo” de Córdoba.

También es muy importante cuando Suzzara recuerda ante el Ttribunal haber visto personalmente a Luciano Benjamín Menéndez en La Perla, y cuenta cómo en una ocasión el Cachorro interrogó a los prisioneros vendados y formados en el patio de ese infierno.
Son temas muy sensibles, muy delicados y difíciles de abordar. Pero es buena la forma en que lo encara, con sinceridad. Porque la estrategia de la defensa de Jorge Ezequiel “el Rulo” Acosta (Suzzara también recuerda que lo llamaban “el Sordo”), es descalificar y culpar a los testigos. El abogado Jorge Alberto Agüero vuelve con su cansador y a este punto ridículo argumento de que Suzzara (en este caso) era agente de inteligencia encubierta del Ejército. Ya no se lo cree ni él y hasta su compañero de defensa, Alejandro Cuesta Garzón, se despega de su estrategia. En varios pasajes de la mañana de este frío jueves, Cuesta Garzón lo mira con caras raras, se nota que se siente incómodo. Agüero saca su pasquín El Penalista (ya no sale más) y muestra un número en el que figuraba Suzzara en una fiesta de casamiento a fines del ’77, tratando de poner en duda su condición de prisionera. Ella no se amilana y le contesta que, aunque no recuerda, puede haber estado en esa fiesta porque era el casamiento de una amiga de su familia con un militar y puede haber sido llevada por sus captores, que hacían lo que querían con ellos. Además, acusa a Agüero de haberle dejado esas mismas fotos por debajo de la puerta en su casa y en su estudio a modo de amenaza. Por la tarde, Agüero ni aparece por la audiencia, reflejo de sus discrepancias con Cuesta Garzón o de su derrota matinal. La defensa de Acosta se desmorona a pedazos.

Tarde de película

Por la tarde, sin Agüero y sin ninguno de los ocho imputados en la sala, se proyectan dos películas sobre el terrorismo de Estado. Es una constante que cada vez que se han pasado documentales los acusados no quieren estar. Se levantan todos y se van, como no queriendo enfrentar la muerte de la que fueron responsables. Dicen que cuando Pablo Picasso estaba exiliado en Paris, cuando se produjo la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial, entraron unos oficiales nazis a su atelier y viendo el Guernica le  preguntaron: “¿Usted hizo esto?”, a lo que él les respondió: “No, ustedes hicieron esto”. El genocida no puede aceptar ni ver el terror que produjo.

Sin los acusados entonces, se proyecta primero el documental “Sr. Presidente”, de Liliana Arraya y Eugenia Monti, y luego “Escuadrones de la muerte: la escuela francesa”, de Marie Monique Robin. En el primero se da cuenta de los enterramientos clandestinos en el cementerio de San Vicente, con valiosos testimonios. En el segundo, se describe la influencia de los ex militares franceses en la guerra contrainsurgente en América del Sur, sobre todo en el Plan Cóndor, que se extendió a Brasil, Argentina, Uruguay, Chile y Paraguay.
Las OAS francesas fueron las que incursionaron en la desaparición de personas durante la guerra de Argelia, y esos métodos terroristas fueron traídos por los franceses y transferidos a los ejércitos sudamericanos de los años ’60 y ’70. Genocidas como Roger Trinquier o Paul Aussaresses, cuentan en cámara las tácticas de la guerra contrainsurgente, con tortura y desapariciones incluidas. Las enseñan en Virginia al Ejército de los Estados Unidos que luego los difunden en la Escuela de las Américas a todos los militares latinoamericanos. Pero los franceses también tienen una importante base de operaciones en Brasil, y en Manaos se dictan cursos a militares chilenos y argentinos, que aplicarían luego esos métodos.
En el documental también hay confesiones de los alumnos ejemplares del Ejército Argentino Alcides López Aufranc, Genaro Díaz Bessone y Albano Harguyndeguy.

“¿Cómo puede usted sacarle información a un detenido si no lo tortura?”, se pregunta Díaz Bessone. Pero va más allá en su cinismo y redobla la pregunta justificando las desapariciones: “¿Usted cree que nosotros podríamos haber fusilado a siete mil personas?, no, nos hubieran caído encima todos, desde el Papa para abajo”.
Por su parte, Harguyndeguy reconoce que entrar a las casas, las detenciones, los centros clandestinos de detención, los interrogatorios y la picana “eran parte del método de trabajo”.

Lo que muestra el documental es una verdadera internacional del terrorismo de Estado, del genocidio y de la ignominia. Es duro. Salimos de la sala de audiencias con el mismo nudo en la garganta que cada día de estas ya 14 audiencias. Pero hay algo que reconforta. Me lo cruzo a Gerardo Vázquez, el subcomisario que codirige el Cuerpo Especial de Protección de Testigos de la Policía de Córdoba. Hay algo que está cambiando. Comparo estos 50 policías con la lacra pasada, con los Yanicelli, con los Tissera, los Esteban, los Telleldín, los Romano, etc. Algo está cambiando. Eugenia Monti me ratifica lo bien y lo segura que se sintió con estos policías.


Algo está cambiando

Y también en el Ejército algo está cambiando. A lo mejor son cambios muy tímidos y lentos, pero con más razón pienso que hay que rescatar las instituciones para el pueblo. Necesitamos una policía y un ejército al servicio del pueblo. Miro un poquito para atrás y veo que el año pasado el Ejército Argentino participó por primera vez en su historia de una misión realmente humanitaria fuera del país, fue en Bolivia para socorrer a los inundados de Beni y Pando, y la misión, no por nada se llamó Juana Azurduy. Y este año, hace un par de meses nomás, el mismo Ejército Argentino mandó otra misión esta vez a Chile, a auxiliar a los pobladores de El Chaitén con plantas potabilizadoras de agua. Comparo este ejército con el de los genocidas. Algo está cambiando. Antes se juntaban con sus pares sudamericanos para aprender la tortura, el asesinato y la desaparición de sus maestros franceses. Hoy, se está hablando a instancias de Brasil y Venezuela de una comisión de defensa común de Sudamérica. Los ejércitos brasileño, argentino, uruguayo, boliviano, todos, comienzan a tener claro que la hipótesis de conflicto no es ni contra la propia población civil, ni contra los vecinos, sino contra potencias extrarregionales (léase Estados Unidos) y por los recursos naturales.

Algo está cambiando. Tenemos que ayudar ese cambio, rescatar las instituciones, pero para eso es necesario, más que nunca, verdad y justicia, y que en muchos juicios como éste, paguen sus culpas los traidores como Menéndez que levantaron la espada contra su propio pueblo.

Por Mariano Saravia

Esta nota fue publicada en el Diario de juicio, publicación digital realizada por H.I.J.O.S. Córdoba con la colaboración de periodistas independientes.