Heridas, lluvia y abrazos.
Por Emiliano Fessia
Cuando leas estas líneas estarán “viejas” para el criterio de la aceleración infinita de nuestros cerebros machacados por el consumo cotidiano de informaciones, difamaciones y deformaciones. Estas líneas, que están hechas horas antes del veredicto de un tribunal judicial contra ocho genocidas, buscan compartir ideas de lo que han sido estos sesenta días en los que se han hablado, escuchado y sentido dolores que tienen miles de días.
Los tiempos de la memoria y sus olvidos, escapan a ese consumo de “tiempo real” que se usa y descarta al toque, que rechaza aquello que no entretiene con estupideces, y que no se puede “digerir” como una hamburguesa de lombrices, papas fritas que no son papas, o mujeres esculturales modeladas a fuerza de bisturí y plástico que, justamente, parecieran demostrar que el tiempo no pasa. Pero pasa. Y deja sus marcas.
Cuerpo y alma
Cuando la primera sobreviviente del campo de concentración La Perla testimonió en el juicio, entre todas las cosas horrorosas que sufrió -sufrimos- una imagen quedó anclada en mí: la de las cicatrices en su cuerpo producto de la picana. Pensé en mis cicatrices, las que me hice jugando al fútbol o tirándome al río, y ví que ahí estaban, que esas heridas, aunque están cerradas no se borran, que testimonian lo que fuimos o hicimos. Entonces pensé que las cicatrices de esa mujer son una metáfora de nuestra historia: de cuando el país se convirtió en una factoría de fábricas de muerte, más de quinientos campos de concentración, justamente para destruir las fábricas que generan laburo.
Después otros relatos, otros dolores: el del pibe que en el medio del terror supo que lo asesinarían sin haber podido hacer el amor; el de las torturas; el de la imagen de hombres y mujeres subiendo con sus rostros vendados al camión que los llevaba a la muerte (es insoportable imaginar en esa situación a los desaparecidos que nos miran eternamente jóvenes desde las fotos); el de las vejaciones sexuales que sufrían las mujeres secuestradas en al campo, y, sobre todos los dolores, el de la sobrevivencia entre tantas ausencias: vivir para recordar, vivir para olvidar, vivir para seguir luchando, vivir sin haber podido volver a luchar, vivir para estudiar, para amar, no haber podido volver a amar. Secuelas psicológicas –heridas del alma- que son más fuertes y duraderas que las otras. ¿Esas cicatrizan?
La primera lluvia
Si después de tanto tiempo, tanta lucha y tanta trampa, hay una condena a los ocho genocidas imputados, no sólo triunfará un poco de verdad sobre tanto ocultamiento, también florecerá otra cosa: que se puede. Una vez escuché un cuento sobre que en el desierto de Atacama, en Chile, llueve una vez cada muchos años. Ese día, de una tierra que parece sin vida, florecen miles y miles de flores, como si fuera un milagro. Al poco tiempo esas flores se secan y vuelve a estar todo como antes, a la espera de una nueva lluvia. Después el cuentero decía que en el fondo de su casa tenía un limonero de cuatro estaciones que, quizás sin tanta maravilla como las flores del desierto, durante todo el año los azahares se convertían en perfumados y agrios limones. Al terminar el cuento el narrador preguntó: “¿A qué se parece más la justicia: a ese milagro de la vida que se da una vez cada tantos años o a la labor menos maravillosa pero cotidiana del limonero?”.
Quizás la respuesta está en lo que una compañera nos contaba que dijo un poeta hace muchos años, luego del triunfo de la revolución Nicaragüense: que por fin había caído la primera lluvia de esperanza sobre una tierra que estaba resecada de injusticias.
Abrazos
Si hay justicia después de tantos años de sequía, mañana será esa primera lluvia y sin dudas nuestras almas se llenarán un rato de las flores más hermosas, las que después de arrancadas volvieron porque la primavera no se detuvo. Pero después, para que eso no sea un espejismo, debe seguir el trabajo incansable de labrar el humus de la esperanza, de juntar fuerzas, de plantar limoneros para que la justicia, aunque agria, huela a azahares para todos: para que no haya campesinos condenados por defender su tierra, para que la tierra no siga siendo vejada por el monocultivo de cerebros que sólo piensan en plata.
Es decir, seguirá la siembra de una esperanza labrada con esfuerzo colectivo, una esperanza llena de abrazos. Abrazos que nunca pasarán de moda, abrazos que escapan al inmediatismo de los medios, abrazos, en fin, que tal vez sean la única forma de cicatrizar las heridas del alma. Las marcas siempre estarán, no se irán con mil publicidades ni con operaciones estéticas. El punto, como siempre, es ver qué hacemos con ellas. La tierra estará fértil.