Huellas.
Por César Martín Pucheta *
El tiempo pasa y deja huellas. Las huellas del horror que durante más de 30 años deambularon impunes por nuestra historia. Negándola, poniéndola al borde de lo terminal. Arriesgando su identidad tras la apuesta por desconocerla.
El tiempo pasa y deja huellas. En cada una de las víctimas, el calvario se repite en la indiferencia, en las soledades que reviven gritos de espanto que retumban en vacíos de justicia. Quienes impulsan el olvido no saben de atrocidades, quienes impulsan el olvido, no creen. No creen porque no vivieron con la incertidumbre de la muerte soplando en cada suspiro, en el resplandeciente chisporroteo de una picana que hoy no apuesta a la omisión, sino que busca su legitimidad.
El tiempo pasa y deja huellas. Las manos que ejecutaron, temblorosas. Aquellos rostros duros evidencian surcos interminables y la omnipotencia se desmorona en la “deshonrosa” necesidad de una ayuda para caminar, levantarse o simplemente sostenerse.
Las huellas del tiempo aparecen en todos lados. En cada rincón. En cada mirada perdida en el horizonte del miedo. Los miedos, huellas de lo vivido. Claro que los miedos se bifurcan en caminos diferentes pero parten de un infausto punto en común: el horror. Por un lado, el terror que provoca el simple recuerdo. Esos cuartos, la oscuridad, el silencio, el accionar bestial que se repetía cada momento, cada día. La incertidumbre, el fantasma de la muerte rondando y apareciendo como la única salida aparente. El pensamiento que aterroriza. El recuerdo que genera el miedo, porque el horror no se olvida y vuelve en cada pestañeo.
Del otro lado, también las huellas del tiempo y el miedo a que la impunidad se termine por derrumbar. El miedo que genera la inseguridad de vivir presos de una conciencia que, no sólo se niega a reconocer el horror sino que lo certifica detrás de argumentos que se reproducen hasta lo intolerable. El miedo de saber que sus días no terminan como siempre lo imaginaron. El miedo de saber que su empecinamiento sobre la vida de tanta gente termina sobrecayendo en ellos por parte de un empecinamiento infinitamente más valorable: la verdad y la justicia. Y ellos no mueren como quieren, mueren como deben, encerrados por las huellas del tiempo, por la memoria del horror.
El tiempo pasa y deja huellas. Cada una de las víctimas lo sabe porque el horror no da lugar al olvido. Cada uno de los responsables, sentados en el banquillo de los acusados lo sabe porque observan atónitos el accionar de la justicia histórica, la que no los dejó morirse porque debían ser juzgados.
Hoy, quizás sientan que la muerte les camina alrededor y eso quizás los alivie más de lo que los preocupa. Quizás, ese fantasma que los persigue sea más un deseo que una realidad y es muy posible que en cada argumento que los ubica como terminales se esconda una vía de escape para poder morir como ellos lo desean: impunes.
*Presidente del Centro de Estudiantes de la Escuela de Ciencias de la Información. UNC